La duda sobre la existencia de diferencias significativas entre los cerebros de hombre y de mujer no es algo actual. Es, de hecho, desde finales del siglo XVIII o principios del XIX que se comienza explorar desde la ciencia el camino que pudiera llevarnos a una respuesta concisa. La investigación en el siglo XIX (predominantemente masculina) tenía claro que los cerebros femeninos no tenían tantas habilidades como los masculinos por una simple razón: no las iban a necesitar. Se llegaba a plantear incluso la exposición de las mujeres a la educación como un peligro para sus cerebros.
Con lo cual, desde aquí partimos del primer error: no partían de un lugar de curiosidad y apertura a los posibles resultados de la investigación, sino que se buscaba contrastar y encontrar evidencia sobre aquello que pensaban tener muy claro.
¿Y qué era eso que creían tener tan claro? Que cada cerebro, acorde al sexo al que perteneciese esa persona, definía de manera diferencial un perfil de personalidad y un temperamento concreto e inmutable. De esta forma, los cerebros femeninos nacían dotados de mayores habilidades para las emociones y empatía, mientras que los masculinos eran mucho más capaces de comprender sistemas, tenían una mayor inteligencia espacial y en general tendían a ser más firmes. Y esto, como decíamos, no podía cambiar puesto que venía determinado por unos genes fijados desde el nacimiento.
En el s.XIX se pensaba que los cerebros de mujeres venían dotados genéticamente de una mayor habilidad para las emociones y la empatía, pero que eran mucho más torpes de cara a la inteligencia espacial, a diferencia de los cerebros masculinos.